NICOLÁS, EL SANGUINARIO
nota publicada en: https://prensaobrera.com/politicas/52015-
El régimen restauracionista ruso descubrió la semana pasada su irrevocable tendencia a la necrofilia. La adoración por los muertos se manifestó en la asistencia de Yeltsin al pomposo entierro de los despojos del último zar de las Rusias y de parte de su familia. En la Iglesia de Pedro y Pablo, el etílico presidente condenó la ejecución del zar por parte de los bolcheviques, sin hacer la menor alusión por supuesto a la directa responsabilidad que le cupo, a él personalmente, en la destrucción de la última morada de los monarcas hace poco más de una década.
La ceremonia mortuoria sirvió para devolver a la circulación la especie del carácter criminal del bolchevismo. Se trata claro de una leyenda que ha sido contada en diferentes versiones, como las que lo equiparan al nazismo, a la brutalidad asiática o al fanatismo congénito de los que sueñan con implantar una sociedad igualitaria. Un libro de aparición reciente en castellano, ”El libro negro del comunismo”, se ha transformado en un best-seller mundial precisamente porque propaga esta leyenda con alguna erudición, poniendo en la misma bolsa al bolchevismo con el stalinismo, sin molestarse en reparar que los seguidores del primero fueron víctimas del segundo.
Nicolás II no fue conocido en su época como Nicolás El Inocente sino como Nicolás El Sanguinario. Fue bautizado de esta manera después que un 9 de enero de 1905 masacrara a una manifestación pacífica de obreros y campesinos que estaba encabezada por una efigie suya, lo que dejó alrededor de 160 muertos. Este zar sanguinario era el jefe de la Okhrana, el servicio secreto de la monarquía, el que desde antes de 1905 y mucho más después, encarceló, mató, mutiló y llevó al suicidio a miles de luchadores rusos de todas las tendencias políticas que se oponían a su régimen autocrático. No solo llevó a una auténtica masacre a su pueblo en la primera guerra mundial debido a su notoria incompetencia y corrupción, sino que el frente de batalla fue escenario de innumerables atropellos y fusilamientos contra los soldados que protestaban contra las condiciones miserables en que eran forzados a hacer la guerra. Era una especie de Jorge Rafael Videla o de Leopoldo Fortunato Galtieri que gobernó por más de tres décadas…
Nada retrata mejor la opinión de la época sobre el zar que el debate sobre la abolición de la pena de muerte en el II Congreso de la Socialdemocracia rusa, en 1902, en el cual estaban integradas todas las tendencias socialistas que más tarde se formarían en el campo político ruso. La propuesta de abolir la pena de muerte fue re-cha-za-da por una enorme mayoría al grito de: ”¿Y para Nicolás II ?”. Si bien es cierto que la llamada revolución democrática de febrero de 1917 derogó la pena de muerte, su gobierno la restableció en el mes de agosto para el frente de guerra; sólo el gobierno bolchevique la abolió por completo a partir del mes de octubre. El zar, en su diario, elogió el restablecimiento de la pena de muerte por parte de Kerensky, aunque con la reserva de que ”esta medida no haya sido tomada demasiado tarde”.
Nicolás El Sangriento no había perdido su condición de verdugo contra el pueblo ni cuando se encontraba bajo arresto domiciliario.
La detención del zar, luego de su derrocamiento en febrero de 1917, tuvo como finalidad impedir que fuera linchado por el pueblo, aunque apuntaba también a dejar a salvo la posibilidad de establecer una monarquía seudoconstitucional en la persona de algún sucesor suyo. Fue precisamente la preocupación por salvar la vida del zar de manos del pueblo, no de los bolcheviques, lo que llevó al gobierno predecesor del bolchevique a trasladarlo de las cercanías de San Petesburgo a la aislada ciudad siberiana de Tobolsk. La alternativa de alojarlo en Crimea, en la costa del mar Negro, para facilitar su huida en caso de necesidad, fue desechada por ese gobierno ante el temor de que el zar pudiera ser linchado por los marinos de la flota. En abril de 1918, ya bajo el gobierno soviético de Lenin y Trotsky, el zar y su familia fueron trasladados, luego de una peripecia, a la ciudad industrial de Ekaterimburgo, en los Urales.
“El diseño primitivo de los jefes soviéticos y comunistas era de instruir en Ekaterimburgo un proceso público contra los Romanov (nombre de familia del Zar), en el que Trotsky habría representado a la fiscalía. A juzgar por los precedentes de otras revoluciones, el proceso habría terminado con sentencia de muerte contra el zar y muy probablemente también de la zarina. Es fácil imaginar las alturas de invectivas revolucionarias a las que habría llegado Trotsky en la denuncia del zar como responsable de todo el infortunio de Rusia, comenzando con el caso de aquellos que fueron pisoteados durante su coronación en Moscú hasta la hecatombe de la guerra mundial” (W. H. Chamberlain, The Russian Revolution, 1917-21).
Las cosas ocurrieron, sin embargo, de otro modo, debido a que, a principios de julio, la ciudad se vio acosada desde dos frentes, en tanto que las fuerzas soviéticas no tenían condiciones para resistir por más de tres días. Fue entonces que las autoridades soviéticas de los Urales decidieron ejecutar al zar y a toda su familia, incluido su médico, y hasta destruir sus cadáveres. Quienes tomaron la decisión, probablemente con el acuerdo del dirigente soviético Sverdlov, no podían permitir que el zar fuera liberado por la contrarrevolución capitalista o que los restos del zar pudieran ser usados como una reliquia sagrada capaz de conmover a un sector del campesinado. Veinte años más tarde Trotsky escribirá que los hijos del zar fueron las víctimas involuntarias del régimen encarnado por su padre, ya que en manos de los ejércitos contrarrevolucionarios se habrían transformado en un factor de unificación política contra el recién nacido régimen de los consejos obreros.
Nicolás El Sangriento conoció el mismo destino de Carlos I de Inglaterra, en 1640, a manos de Cromwell, o de Luis XVI, a manos de Robespierre. La condena burguesa y reaccionaria a estas ejecuciones tiene la obvia finalidad de entregar inermes a los pueblos que se levantan contra la opresión. Condenan la ejecución revolucionaria y los métodos de terror revolucionario contra la contrarrevolución, para poder facilitar la obra de los Hitler, los Mussolini, los Chiang Kai-sek, los Pinochet, los Videla, los Batista. A este trabajo sucio de desarme político dedican sus mejores energías los plumíferos pequeño burgueses alquilados por la prensa argentina, que han abjurado rápidamente de sus simpatías montoneras para poder gozar del mullido sofá de la democracia.
“En el otoño de 1848, Marx declaró que después del ‘canibalismo de la contrarrevolución’, había ‘un solo medio de reducir, simplificar y localizar la sangrienta agonía de la vieja sociedad y el sangriento parto de la nueva; un solo medio: el terror revolucionario’. El mismo Marx, más tarde, elogió a Hungría como la primera nación que hubiese osado, después del 1793 (francés)’, oponer a la rabia cobarde de la contrarrevolución la pasión revolucionaria, el terror rojo contra el terror blanco’. La sociedad burguesa, ‘por poco heroica que pueda parecer hoy’, había reclamado, sin embargo, para nacer, ‘heroísmo, sacrificio, terror, guerra civil y campos de batalla sangrientos’ ” (Edward H. Carr, A History of Soviet Russia. The Bolshevik Revolution, 1917-23).
Ningún obrero conciente debe dejarse arrullar por los cantos pacifistas de los escritores a sueldo. La burguesía pondrá mucho más empeño para aplastar el surgimiento de un fuerte movimiento popular que tenga alcance revolucionario, que la inescrupulosidad que muestra hoy en la implacable superexplotación en las fábricas; en el impulso a la desocupación y miseria masivas; en la explotación del trabajo infantil; en la prostitución y violación de crecientes sectores de la población femenina y de la niñez. O como lo demostró con la última dictadura militar. Toda la burguesía del mundo merece el mote que el pueblo le asignó a Nicolás El Sanguinario.